Primera evocación, de Ángel Gonzalez

Recuerdo
bien
a mi madre.
Tenía miedo del viento,
era pequeña
de estatura,
la asustaban los truenos,
y las guerras
siempre estaba temiéndolas
de lejos,
desde antes
de la última ruptura
del Tratado suscrito
por todos los ministros de asuntos exteriores.

Recuerdo
que yo no comprendía.
El viento se llevaba
silbando
las hojas de los árboles,
y era como un alegre barrendero
que dejaba las niñas
despeinadas y enteras,
con las piernas desnudas e inocentes.
Por otra parte, el trueno
tronaba demasiado, era imposible
soportar sin horror esa estridencia,
aunque jamás ocurría nada luego:
la lluvia se encargaba de borrar
el dibujo violento del relámpago
y el arco iris ponía
un bucólico fin a tanto estrépito.

Llegó también la guerra un mal verano.
Llegó después la paz, tras un invierno
todavía peor. Esa vez, sin embargo,
no devolvió lo arrebatado el viento.
Ni la lluvia
pudo borrar las huellas de la sangre.
Perdido para siempre lo perdido,
atrás quedó definitivamente
muerto lo que fue muerto.

Por eso (y por más cosas)
recuerdo muchas veces a mi madre:
cuando el viento
se adueña de las calles de la noche,
y golpea las puertas, y huye, y deja
un rastro de cristales y de ramas
rotas, que al alba
la ciudad muestra desolada y lívida;

cuando el rayo
hiende el aire, y crepita,
y cae en tierra,
trazando surcos de carbón y fuego,
erizando los lomos de los gatos
y trastocando el norte de las brújulas;

y, sobre todo, cuando
la guerra ha comenzado,
lejos-nos dicen- y pequeña
-no hay por qué preocuparse-, cubriendo
 de cadáveres mínimos distantes territorios,
de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños...

"Le debo la ternura", de Víctor Pascual (hijo)

Le debo la ternura,
Le debo el amor,
Le debo la cordura,
Le debo la pasión y la comprensión.
Incluso le debo mi estatura.

Le debo mis dos hermanas
Que son dos luces en la oscuridad.

Le debo mis ojos.
Le debo mil tardes de pintura y charla en el campo.
Le debo mil paisajes,
Y mil playas,
Y mil atardeceres.
Y le debo, desde luego, muchos más de mil consejos.
Ni viviendo varias vidas podría devolverle todo esto.
Ni siquiera la mitad.

Por eso, Padre, intentaré,
Como sé que tú querrías
Y como buenamente pueda,
Traspasárselo a mi hija
A tu nieta.
Yo sé que me lo diste para eso.

Gracias Padre,
Compañero, Amigo.
Gracias por darme tanto
Sin pedirme nada.

El mar, de Pablo Neruda

NECESITO del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no sé si es ola sola o ser profundo
o sólo ronca voz o deslumbrante
suposición de peces y navíos.
El hecho es que hasta cuando estoy dormido
de algún modo magnético circulo
en la universidad del oleaje.
No son sólo las conchas trituradas
como si algún planeta tembloroso
participara paulatina muerte,
no, del fragmento reconstruyo el día,
de una racha de sal la estalactita
y de una cucharada el dios inmenso.

Lo que antes me enseñó lo guardo! Es aire,
incesante viento, agua y arena.

Parece poco para el hombre joven
que aquí llegó a vivir con sus incendios,
y sin embargo el pulso que subía
y bajaba a su abismo,
el frío del azul que crepitaba,
el desmoronamiento de la estrella,
el tierno desplegarse de la ola
despilfarrando nieve con la espuma,
el poder quieto, allí, determinado
como un trono de piedra en lo profundo,
substituyó el recinto en que crecían
tristeza terca, amontonando olvido,
y cambió bruscamente mi existencia:
di mi adhesión al puro movimiento.